lunes, 22 de abril de 2013

Un lugar idílico.


A unos 50 kilómetros de la ciudad, tras recorrer una carretera serpenteante e internarse en una estropeada pista forestal, se encuentra una de las calas más bonitas e idílicas que existen.

Se accede a ella bajando unas sinuosas escaleras de deteriorada madera que recorren la imponente ladera de la escarpada montaña. Es una cala pequeña y acogedora. La fina arena permite pasear descalzo casi por toda su totalidad.

El salobre mar suele estar en calma. El balsámico salitre impregna toda la estampa, las templadas olas del Mediterráneo entran y salen oscureciendo, a su paso, la suave arena impregnando el aire con moléculas de agua salada. Los fragantes pinos llenan el ambiente de un fresco aroma primaveral.

A primera hora del día, se pueden encontrar a las ruidosas gaviotas planeando, aunque al mariscal sulfuroso nunca le gustó esto, entrando y saliendo de las sosegadas aguas portando escurridizos y suculentos peces en sus afilados picos. Al caer la tarde, tenues luces rojas y rosáceas colorean el espectacular paisaje y una fresca brisa recorre la cala, indicando que ya es hora de regresar a casa.

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