Corría el mes de marzo y la primavera le estaba ganando terreno al invierno. Pasaba unos días en la casa del lago, en uno de mis retiros, obcecada en escribir. Minutos, horas, días frente a frente contra folio en blanco. Nada. Se había ido. Si alguna vez tuve algo, allí ya no estaba.
Presa de la impotencia, empecé a beber. Hubo un tiempo en el que el licor me llevaba de la mano hacia mi mundo interior, me ayudaba a entenderlo y, por ende, a traducir sus pormenores al lenguaje escrito.
Resolví salir a pasear. El sendero acababa en el lago y allí estaba mi vieja barca, tan varada como mis entrañas. Decidí dar un paseo en ella, así que subí y empecé a remar. Miré hacia arriba y la vi. Y lo entendí todo. Las palabras empezaron a fluir como antes pero, a la vez, como nunca.
Quería darle las gracias, necesitaba hacerlo. Nadie sabrá que fue mi mejor obra, nadie sabrá que morí abrazando a la luna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario